1/2/18

EL CAMBIO






Aquella humedad. Si cierro los ojos a la luz del sol de la tarde, aún la siento pegada a la piel. Pero enseguida vuelve el mar cremoso y verde, espuma de algas que lamen y curan, lamen y curan. Las dos saludando a la cámara. Bellas. Sin escamas. Las escamas son para los peces, decía mi hija entre pucheros y lágrimas. La hartura de los corticoides, del Ditranol, de tantas y tan inútiles medicinas. Duli, mi Duli, me miraba y se veía en mí. Yo era la culpable, aunque no lo decía. Y así caían los días con lluvia, uno tras otro, hundiéndola, hundiéndome en la desgana, el desaliento de no poder con aquella enfermedad boba que amargaba a mi niña. Da repelús tocarte, dijo el chico que le gustaba.

     Abro los ojos y veo alejarse el día en el horizonte. Duli se pasa la mano por un brazo. Alex corre detrás de Fosqui que brinca y ladra a la rama a la deriva que mece el agua. Alex. El pequeño. Nuestro pequeño. Con el pantalón caído y el pelo revuelto. No quería renunciar a sus amigos. A pesar del cielo siempre plomizo. A pesar de la lluvia pertinaz. Lo hago por Duli, cedió después de días enfurruñado. Si no me gusta me vuelvo con la abuela. Y míralo ahora, lleno de sol y vida. Suben y bajan sus pies desnudos levantando la arena dorada, como chanclas en sus talones. Un grupo de muchachas, cuchichean y ríen a su paso. Él corre y las mira.

     Duli sacude la arena de su cuerpo, levanta los brazos al cielo, se despereza. El pareo se desata y cae a sus pies. El heladero suelta la nevera y se agacha para recogerlo. Los dos se sientan en la arena con un polo de limón y naranja.

      Mario ha dejado hace rato el libro y me está mirando. Pasa el brazo por mis hombros. Sonríe. Se está bien aquí, dice. Asoman las primeras estrellas entre azules y morados. Se está bien aquí, repite. Y yo le digo que sí, que nada hay mejor que la luz del sol en un atardecer en cualquier lugar del mundo.



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